La delgada línea que divide los tumbos a la derecha y a la izquierda

Es muy complicado reconocer si estamos situados a la izquierda o a la derecha en la vida. Y de qué sirve. Cruzamos líneas reales o imaginarias a lo largo de la vida sin apenas darnos cuenta de lo que ello significa. Es parte de nuestra condición y devenir. Es nuestra última fase: vida y muerte. Quizá la reencarnación sea esa delgada línea que divide el lado izquierdo del derecho, el dilema es saber de qué lado está la vida y de cuál la muerte.

La delgada línea que las divide es La dimensión desconocida, The Twilight Zone. La legendaria serie de televisión que alimentó mi imaginación de niño con su apuesta de ciencia ficción, terror y fantasía, planteaba dilemas relacionados con “el más allá”, la reencarnación y la posibilidad de mundos alternos que podrían existir o no dependiendo de nuestras dudas, creencias y temores. ¿Qué diferencia el mundo real y tangible del otro, paralelo pero oculto, lleno de enigmas y misterios indescifrables? Cruzar una delgada línea entre sueños y mente nos daría la respuesta. Izquierda o derecha, real o imaginario. Hoy se le llama bipolaridad y, en el mejor de los casos, imaginación desbordada.

Pensando en política, las fronteras ideológicas se diluyeron al grado de que hoy en día es más difícil predecir, por ejemplo, cuántos disparates cometerán por minuto los políticos de las así llamadas izquierda y derecha.

Uno puede dormir a la derecha o a la izquierda de la cama, cuestión de hábitos, solo o acompañado, y no saber si se amanecerá con el pie izquierdo o el derecho. Y de qué lado. Mal fario o fortuna, dependerá, quizá, de si el ser amado veló nuestros sueños o no. Nuestras compañías de alcoba o el insomnio como consorte, marcan la línea delgada que divide nuestros sueños de las pesadillas por una noche o toda la vida. El azar, los imponderables y las desgracias no distinguen entre izquierda o derecha.

Yo soy zurdo de nacimiento y no me quedó de otra más que asumir esa peculiaridad como un karma. En mi numerosa familia y su descendencia hay muchos zurdos. Ocho, para ser precisos. Aún no sé qué nos distingue. “Zurdo, malhecho”, decía mi padre para diferenciarnos a uno de mis hermanos, a seis de mis sobrinos y a mí, como si fuéramos engendros de feria. ¿A qué le tira un zurdo en un mundo donde todo está hecho para facilitarle las cosas a la mayoría diestra? ¿No es algo siniestro?

La delgada línea que divide lo derecho de lo izquierdo, quizá sea la clave para entender un mundo binario donde, en México, el hechizo de la sangre la hace correr violentamente a borbotones. Podríamos especular que esa delgada línea separa el bienestar de la miseria, el amor del odio. El vivir del morir. En un país donde la línea entre lo legal y lo ilegal es tan difusa y flexible, donde el bien y el mal se confunden entre el que tiene y el que no, ¿qué más da situarse de un lado u otro siempre y cuando se pueda cambiar de lado a voluntad?

En una era en la que millones de individuos comen tan bien y de manera tan despreocupada, rodeados de lujos y comodidades impensables para otros muchos millones convertidos en abrumadora mayoría de desposeídos, los avances médicos más notorios no significan salud, sino beneficios a nuestra vanidad y autoestima: somos los cyborgs reconstruidos con implantes de perfección postiza divulgada en medios sensacionalistas.

La delgada línea que divide la derecha de la izquierda podría ser entre la alta gastronomía y la comida chatarra; entre la cultura y la barbarie, entre el ser y el tener. ¿De qué lado está cada quien? El que es panzón aunque lo fajen, dice un refrán refiriéndose a los mañosos, a los glotones, a los convencidos de su doctrina, a los que son incapaces de cambiar debido a sus impulsos y debilidades. Predecibles, jamás cruzarán la línea que los retaría a ser otros. A la humanidad le tiene sin cuidado esa delgada línea entre la mesura y la desmesura.

Como bebedor, la delgada línea que divide la izquierda de la derecha tiene que ver con la diferencia entre la embriaguez y la borrachera. Es una línea borrosa que cambia radicalmente un antes y un después en mi relación con la bebida. La embriaguez es claridad, autoconocimiento y diálogo interno que se manifiesta en mi experiencia con el exterior. Tolerancia, diálogo armonioso, picardía, erotismo, percibir en lo ordinario su belleza y secretos reveladores.

La borrachera es lo obvio, regresarle a lo ordinario su simpleza. Es perdularia y tacaña, me obliga a dosificarme cuando es demasiado tarde. El Yo indiferente al reto que me ofrecen las verdades intangibles. El punto cero entre el aburrimiento y lo rutinario. Regresar a casa dando tumbos de izquierda a derecha, desorientado, sin armonía ni convicción entre mente, cuerpo y ruta. Herido en mi orgullo porque mis pasos obedecen a una retirada que quiero creer honrosa mientras la noche, la vida, los amigos siguen ahí, pidiendo más. La línea recta del alcoholímetro existencial no distingue entre izquierda o derecha.

Atravesar o no cualquier línea, por delgada que sea, implica un dilema de conciencia. Hay líneas que levantan de inmediato un muro entre nosotros y lo que dejamos atrás, la diferencia también puede ser un dilema moral.

Si he de guiarme por los hemisferios cerebrales diría que, a excepción de la expresión escrita ubicada en el lado izquierdo, todo en mí es derecho: soy más intuitivo que racional, dependo mucho de mi imaginación (aunque escasa, lo acepto), sentido artístico y musical; además, el control de mi mano izquierda, con la que escribo y utilizo la mayoría de las veces, está en el hemisferio derecho.

La delgada línea que divide la izquierda de la derecha, también puede ser la línea que divide la cordura de la locura. De ahí que al parecer, el fin último de nuestro lugar en las ciudades es percibir su transformación en asilos colosales para toda clase de marginados e inadaptados. ¿Qué delimita semejante promiscuidad? ¿Qué permite sobrevivir a unos y a otros más allá de la psicosis colectiva? En esos momentos en que ya no hay a dónde voltear la mirada en busca de salidas, una identidad gregaria se manifiesta a través del grito, el llanto contenido o la indiferencia silenciosa, inaccesible a los intrusos. Todo ello reafirma la necesidad de apostar por la desfachatez y las apetencias transgresoras. ¿Sería todo esto la delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo?

Quizá esta división tan azarosa y subjetiva, después de todo, sea un mero conflicto de perspectiva. La dimensión desconocida.

J.M. Servín
J.M. Servín
Narrador, periodista y editor de Producciones El Salario del Miedo (PESM). Entre sus obras están Mi vida no tan secreta (Random House, 2022), Nada que perdonar (Random House, 2018) y Al final del vacío (Almadía, 2017).

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