Todos los historiadores, en algún momento de sus respetables carreras, escriben algo sobre los archivos y la experiencia de extraer la materia prima de sus libros. Generalmente, esos textos contienen reflexiones teóricas sobre la historia, la verdad, etcétera, combinadas con recuerdos personales y consejos para los jóvenes. Supongo que, a mi edad, tengo que escribir algo también, pero no voy a intentar decir nada nuevo sobre lo que ya los estudiantes de historia saben muy bien: que las instituciones archivísticas tienden a reflejar la construcción del Estado o el poder económico; que los documentos registran desigualdades que silencian a los pobres, a las mujeres y los que no saben leer; que el investigador no debe caer en la trampa de reproducir la narrativa implícita en la organización de los archivos; que siempre hay que salir del archivo y buscar otras fuentes que corroboren o contradigan lo que uno encontró a la primera.
Estoy de acuerdo con todo eso así que no valdría la pena repetirlo porque ya lo han escrito otros historiadores de forma más elegante. Hay que decir, sin embargo, que muchos de ellos van más allá de esas reflexiones y se ponen a describir momentos místicos ocurridos en el archivo, cuando de esos papeles amarillentos rayados con tinta diluida salieron palabras que se treparon por sus dedos y sus ojos y les entregaron revelaciones inefables sobre el pasado —como en una película de Harry Potter, hagamos de cuenta.
Mejor digo cómo hice la investigación de mi tesis de doctorado. Tal vez haya una lección escondida en mi experiencia, aunque lo dudo. Lo cierto es que no hubo nada de magia.
Fue en 1995. Estábamos con mi esposa viviendo en la colonia Álamos, esperando el nacimiento de mi primera hija, después de haber pasado tres años en Austin, Texas, donde hice mi doctorado. El primer día que salí de casa para ir al archivo, todo entusiasmo con mis plumas, cuaderno e identificación oficial, crucé Xola para por el lado oriente de Eje Central para tomar el trolebús cuando un vocho que doblaba a la derecha a toda velocidad, en dos ruedas según lo veo ahora, casi me atropella. Supongo que la primera lección de ese día fue que era mejor cruzar Xola una cuadra antes del Eje Central. La segunda lección fue que el Archivo General de la Nación (AGN) iba a ser la fuente de incontables sufrimientos. Eso no lo aprendí cruzando Xola sino varias horas después, cuando ya había hecho el viaje que culminaba en una caminata apurada entre el metro San Lázaro y el edificio de Lecumberri, pasando junto a la Plaza Cívica y Recreativa Miguel Ramos Arizpe, donde la recreación estaba a cargo de los teporochos, y encima de un tramo abierto del Gran Canal donde, según decían, de tanto en tanto aparecían cadáveres.
No voy a detenerme en mi experiencia en el AGN de los años noventa porque no soy un buen imitador de Kafka. Baste con recordar un empleado más bien chaparro que se deleitaba en poner objeciones a mis solicitudes y caminaba muy lentamente cuando finalmente tenía que traerme los folders que yo había pedido, u otros que no me servían, desde las celdas más distantes de las largas crujías de la antigua penitenciaría de Lecumberri. Si el Estado tuviera cerebro, albergar la memoria nacional en el edificio de una cárcel hubiera sido una idea genial. Generalmente tenía los ojos vidriosos el chaparro, lo que me hacía pensar que en los largos períodos durante los que entraba a una celda a buscar documentos aprovechaba para tomarse algo. Yo podía ver claramente cuándo entraba o salía de la celda ya que el edificio panóptico de Lecumberri estaba diseñado para crear la ilusión de que mirando a los presos se los podía controlar. Era un régimen de vigilancia completo, pero al servicio de quién sabe qué disciplina.
Yo podía entrar o salir a voluntad del edificio, pero cuando estaba adentro siempre había un policía observando y mis movimientos eran restringidos de varias maneras, aunque fuera para ir al baño o a otra galería, o hasta cuando apoyaba una rodilla contra el borde de la mesa. Decían que hubo un director o directora del archivo que mandaba hacer un segundo juego de las fotocopias solicitadas por los usuarios, en caso de que hubiera un descubrimiento importante entre ellas. Lo que me consta es que había expedientes que aparecían un día y al siguiente ya no estaban disponibles, sin ninguna razón. Jeremy Bentham y el arquitecto de la penitenciaría panóptica de Filadelfia, Pennsylvania, estarían muy orgullosos del AGN por su combinación de control e incertidumbre.
Hasta aquí lo que voy a escribir sobre mis recuerdos de investigar para la tesis en el AGN. Hay más, pero en este momento no me siento capaz de extraerlos de mi cabeza de una manera que no sea puramente difamatoria hacia esa respetable institución. Es probable que el empleado chaparro condense a varios, y ciertamente oculta a otros que me ayudaron mucho solo con hacer bien su trabajo.
Lo que siempre he recordado vívidamente ha sido la parte de la investigación que hice en los archivos judiciales del DF, como se llamaba entonces, con mayor economía, a la Ciudad de México. Para decirlo en pocas palabras, aquello fue un verdadero descenso al inframundo, y así no solo me refiero a los casos de homicidio, lesiones, violación y otros crímenes que encontré, sino al hecho de que tenía que descender a un sótano oscuro que estaba debajo de otra cárcel.
Todo empezó de manera bastante inocente cuando pregunté en el edificio del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, en la avenida Niños Héroes, dónde estaba el archivo histórico. En el momento en el que le hice la pregunta al policía que estaba en la entrada, y de nuevo cuando se la repetí a un señor de corbata que estaba detrás de un escritorio, me di cuenta de que esas palabras nunca antes habían llegado a sus oídos y que la respuesta no pertenecía aún al mundo de lo real. Gracias a mi persistencia logré que me subieran a una combi blanca que transportaba abogados y empleados judiciales a los distintos juzgados penales de la ciudad, a ver si en alguno de ellos encontraba lo que estaba buscando. Los juzgados estaban en edificios anexos a las cárceles del DF, una solución arquitectónica que funcionaba desde el siglo XIX, cuando los tribunales estaban adosados a la cárcel del ex convento de Belén (otra idea genial del Estado liberal), lo que permitía que los acusados pudieran declarar ante los fiscales, defensores, jueces y secretarios a través de una reja y sin salir de la cárcel.
La combi me dejó primero en la cárcel de Santa Marta Acatitla y alguien me llevó a un cuarto muy amplio que contenía decenas o tal vez cientos de volúmenes encuadernados donde se consignaban los casos abiertos en distintos juzgados y sus datos básicos: fechas, nombres, resultado. Enseguida me di cuenta de que, a pesar de que el cuarto tenía buena luz y ventilación, eso no era lo que me interesaba para la tesis, en primer lugar, porque no había en ellos los testimonios y demás evidencia sobre los delitos que yo quería entender en la práctica concreta, y no en la acumulación estadística que me hubieran permitido reconstruir esos tomos si contara las entradas en sus páginas, lo que tampoco podía hacer, en segundo lugar, porque no me iba a dar tiempo. Desde el trabajo preliminar en las bibliotecas de Austin ya me había enterado de que durante el porfiriato el gobierno publicaba anuarios estadísticos donde se condensaban los números de delitos en tablas anuales de criminales presuntos y sentenciados. Por eso tuve el acierto de no clavarme en esa primera oferta del archivo. Contar cosas es una actividad muy meritoria a la que todos los historiadores han dedicado por lo menos algunas horas de su vida, pero generalmente hay que evitarla si alguien ya ha contado esas cosas o si uno no ha pensado muy bien lo que significa cada unidad o por qué vale la pena sumarlas. Años después hice lo que los historiadores más respetables hacen frecuentemente, y le encargué a una alumna brillante que sacara de los anuarios estadísticos tablas de criminalidad que, con la ayuda de otros alumnos brillantes, puse en línea para que futuros historiadores no tuvieran que contar.
Al día siguiente la combi me llevó al Reclusorio Sur y ahí encontré los documentos que quería. Al llegar me mandaron con los encargados del archivo, personas muy amables cuya actividad principal era mantener cierto orden sobre metros y metros de gordos expedientes alineados en los pasillos de la oficina. Era necesario acceder rápidamente a esos documentos para extender a quien lo solicitara un certificado de antecedentes penales. Cuando les pregunté dónde estaba el archivo “histórico” uno de los encargados, el más viejo, me contestó directamente, reconociendo el significado del pretencioso adjetivo, que los papeles viejos escritos en jeroglíficos estaban en el sótano, y me advirtió que allí abajo asustaban. El otro encargado, con una mente tal vez más moderna, me dijo simplemente ahí no hay nada.
En un segundo de pánico vi pasar mi futuro ante mis ojos, al revés de como dicen que les pasa a los que van a fusilar, que ven desfilar toda su vida. En el futuro que vi entonces, iba a tener que cambiar el tema de la tesis por completo, empezar de nuevo con el trabajo en las bibliotecas, agotar mi beca, recibir a mi hija sin prospectos laborales, aceptar un trabajo en el INBA o alguna oficina del gobierno y pasar el resto de mi vida usando corbata, escribiendo memorándums y fumando. Pero volví a la lucidez y contesté, con una voz opaca por la desesperación, que de todas maneras quería ver lo que había ahí abajo. Bueno, si usted quiere, me dijeron, implicando que estaba perdiendo el tiempo, y me llevaron a una puerta de metal cerrada con candado. Abrieron y descendimos por una escalera. Entre la penumbra que se colaba por la puerta abierta.
El viaje desde la colonia Álamos hasta San Mateo Xalpa me tomaba aproximadamente dos horas. Como ya no disponía de la combi blanca tenía que caminar al metro Xola, ya sin cruzar junto al Eje Central, tomar el metro hasta Taxqueña, transbordar al tren ligero (que generalmente se demoraba) hasta la terminal en La Noria y ahí subir a un pesero que a su vez ascendía por una carretera de dos precarios carriles que en un tramo bordeaba treinta metros por encima el Panteón Xilotepec (donde hubiera sido conveniente enterrar a los pasajeros si el pesero se desbarrancaba), hasta dejarme a un par de cuadras de la penitenciaría. Creo que esto es suficiente para explicar por qué prefería ir a ese archivo día por medio, y los demás me quedaba escribir o leer en casa, o visitaba el AGN, como un reincidente.
En las jornadas siguientes, cuando los encargados (que por cierto se llamaban Abelardo Sánchez Rojas y José Ángel García) ya me habían agarrado confianza, o lástima, simplemente me daban la llave del candado y me encargaban que se las devolviera antes de irme. Eso me permitía abrir la puerta de metal, cerrarla para que no entrara nadie más, descender por la escalera tanteando la pared hasta llegar a tocar un switch que encendía la luz, y dedicarme a explorar el acervo, que consistía en filas y filas de anaqueles llenos de atados de documentos. Cada paquete incluía varios expedientes de juicios criminales y civiles. Estaban dispuestos horizontalmente, como periódicos viejos, y los bordes de sus páginas se rompían fácilmente porque estaban amarrados con mucha fuerza por un mecate que se hundía en sus costados. No conté paquetes ni anaqueles, ni mucho menos expedientes porque algo me dijo, tal vez esas voces a las que se refería el encargado más viejo, que ahí no había ningún orden humano ni mucho menos un catálogo.
Antes de explicar las decisiones metodológicas que entonces tomé, en particular la manera en que definí la muestra de expedientes que iba a leer, porque no podía leer todos, debo decir algo más sobre las condiciones materiales del archivo del Reclusorio Sur porque me parece un buen ejemplo de la relación entre estructura y superestructura que tanto nos preocupaba a los lectores rústicos de Marx en mi generación de la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudié antes de ir a Austin. El sótano, como dije, era oscuro. Había bastante polvo porque nadie lo usaba o lo barría. Antes de descender me ponía un tapaboca y guantes de hule. No vi ratas ni demasiados insectos, aparte de arañas y unos bichos tan feos que no necesitaban ser venenosos, irónicamente denominados cara de niño.
El aspecto más importante de las condiciones materiales era que el sótano se había inundado varias veces en años anteriores. A juzgar por las huellas dejadas por estas inundaciones, no habían sido solo por agua de lluvia sino que probablemente la inundación había incluido las aguas servidas del sistema sanitario de la cárcel y el juzgado. Baso esta hipótesis en la observación de que los paquetes de expedientes judiciales que estaban en los anaqueles a menos de un metro del suelo estaban pintados de un marrón profundo. El agua los había convertido en objetos demasiado sólidos como para ser abiertos y había apretado aún más el mecate que los ataba. Por lo tanto, mi decisión metodológica (que en realidad no era una decisión mía sino una consecuencia de las determinaciones materiales de la producción) fue construir la muestra solo con expedientes que estuvieran a más de un metro de altura. Un científico social en la actualidad podría decir que se trataba de una muestra aleatoria y, por lo tanto, aceptable estadísticamente para sacar conclusiones sobre el total. Confieso que esa idea no fue parte de mi razonamiento sino que mi decisión fue sobredeterminada por varios factores, pero sobre todo por mi renuencia a leer documentos empapados de caca.
Cuando escribí la tesis, meses después, agregué una justificación que ahora reconozco no solo era pretenciosa, sino también incorrecta. Afirmé en la tesis, y creo que lo repetí en el apéndice del libro, que mi muestra se había basado en la frecuencia de los diversos delitos según habían sido cuantificados en los anuarios estadísticos; es decir, leí más casos de robo y lesiones porque esos eran los delitos más frecuentes, y menos de homicidio y violación porque no eran tan comunes. Ahora veo que ese criterio no tenía mucho que ver con la realidad del crimen en México a principios del siglo veinte porque el impacto social de un homicidio era mucho mayor que el de un robo sin violencia, para no mencionar el efecto psicológico de una violación sobre las víctimas y sus familias.
El número de casos de mi muestra estaba determinado no por un cálculo objetivo sino por la necesidad de recortar de alguna manera la investigación y entregar la tesis a tiempo. Como la tesis era sobre “el crimen”, intenté que mi muestra correspondiera con una imagen global de la delincuencia inspirada por la criminología, una ciencia que tiene sus propias distorsiones y prejuicios. Si la tesis hubiera sido sobre la violencia sexual mi muestra hubiera consistido de casos de rapto, estupro, violación, y probablemente no hubiera incluido casos de homicidio o lesiones derivados de violencia sexual, que sin duda los había, porque los expedientes no estaban titulados o catalogados de una manera que me permitiera separar esos casos. En otras palabras, el archivo judicial hubiera creado una imagen de la violencia sexual a principios del siglo veinte en la que el feminicidio no aparecía, porque los casos que me mostraba eran solo los que no acababan en muerte o lesiones graves.
Cierro esta breve reflexión o apología metodológica con una mejor justificación de la estructura de mi muestra: de los casos seleccionados extraje datos sobre acusados, víctimas y testigos que me permitieron ofrecer algunas conclusiones sobre el perfil demográfico y las zonas de residencia de las personas que dejaron sus huellas en los archivos judiciales, y de eso no me arrepiento. Esa base de datos no era un censo del mundo criminal, como sugerirían los lugares comunes criminológicos, sino un ejemplo sugestivo de las vidas que en algún momento, hace muchos años, fueron tocadas por la transgresión, la violencia y el castigo, independientemente de su culpabilidad.
Una vez que decidí qué expedientes iba a usar, mi rutina en el archivo del Reclusorio Sur se asentó. En esas épocas no había cámaras digitales, o si las había eran muy caras, así que al principio me tomé mi tiempo leyendo expedientes sobre un viejo escritorio que me prestaron, en la oficina que estaba encima del sótano. Mientras me familiarizaba con el estilo y la letra de los secretarios de juzgado, tomé notas diversas, algunas dirigidas a formar una eventual base de datos, otras que eran sumarios bastante detallados de los casos, y otras que no servían para nada. Algo que me hubiera ayudado a leer los expedientes, que entonces no hice pero ahora le aconsejo a cualquiera que vaya a usar archivos judiciales, fue familiarizarme con el código penal y sobre todo con el código de procedimientos penales. Eventualmente conseguí los códigos que estaban vigentes en los años de mis casos y fui conectando sus artículos con la forma aparentemente repetitiva y retórica con que se formaban los expedientes de los juicios antes de que alguien les pusiera una portada, incluyera la sentencia, y los cosiera por su margen izquierdo para los efectos que hubiera proceder.
Llegó un momento en el que ya entendía muy bien lo que podía darme cada expediente. La clave era la extensión de los testimonios de los involucrados: mientras más se pudieran explayar los declarantes, más detalles útiles iba a encontrar sobre las prácticas que rodeaban al crimen y las negociaciones que le seguían, y más contradicciones iban a aparecer entre las distintas versiones de los hechos. Desde el principio, o incluso antes de bajar al sótano, había decidido que lo más importante no era averiguar quién había sido el culpable sino cómo se enfrentaban ante el juez las distintas versiones de lo que había ocurrido. Más allá de los hechos específicos, lo que entraba en juego eran las ideas sobre la culpabilidad de los borrachos que empuñaban un arma durante una riña (¿locura o defensa del honor?), o de los hombres que eran acusados de abusos sexuales (¿perversidad o seducción por la víctima?), o de las trabajadoras domésticas que tomaban dinero de sus empleadores (¿cleptomanía o recuperación de sueldos atrasados?). Las fuentes judiciales eran más interesantes que lo que se pudiera demostrar mediante una base de datos porque en ellos había múltiples voces en juego, disputando sobre la verdad.
Otro factor para definir mi sistema de trabajo era el hecho de que mi primera hija iba a nacer en octubre y en diciembre tenía que irme a San Diego para aprovechar una beca. O sea que no podía leer con calma todos los expedientes de la muestra. Para mi suerte, los empleados del archivo pasaron de tenerme lástima a tenerme cierto afecto, por lo que ya no les preocupaban mucho mis diarias bajadas y subidas del sótano. Un día me dejaron solo en la oficina leyendo un expediente cuando entró un hombre bien vestido, con algo de confeti en los hombros de su traje, flanqueado por dos mujeres bien arregladas y sonrientes. Mientras un fotógrafo nos retrataba, el hombre, que resultó ser candidato para secretario general del sindicato de los trabajadores del Poder Judicial del Distrito Federal, o algo así, me estrechaba la mano y me invitaba a votar por él. Me dio un poco de pena arruinar el momento así que no puse ninguna objeción a su propuesta y saludé con mi mejor sonrisa desenmascarada a la cámara y a las acompañantes del candidato. Después se fueron por donde habían venido y más tarde les conté a Sánchez Rojas y a García lo que había sucedido.
Lo más útil que pude hacer con la confianza que me dieron fue algo que, para continuar con las confesiones, era ilegal. Por la mañana yo llegaba con una mochila de lona bastante espaciosa, les pedía las llaves, bajaba al sótano, metía en la mochila un número no demasiado notable de expedientes, digamos que quince centímetros de espesor, y los llevaba a una fotocopiadora cerca del metro Taxqueña, donde las recogía al día siguiente para regresarlas a su lugar. Los expedientes no podían salir del archivo sin permiso de un juez pero yo no iba a poder terminar mi tesis de otra manera. Esa contradicción me ofrecía un argumento moralmente aceptable, aunque reconozco que no me disculpaba ante la ley o la posteridad. Algo parecido decían los acusados en esos expedientes, lo cual solo prueba que no pude evitar la narrativa del archivo, aunque al menos lo hice a contrapelo de la idea estatal de control que inspiraba las cárceles-archivos. Y así junté un par de cajas de cartón bastante pesadas que mandé por carga aérea a Tijuana, donde mi amigo René Zenteno, que trabajaba en el Colegio de la Frontera Norte, las recogió y me las llevó a San Diego.
No he vuelto a los archivos del Reclusorio Sur porque los fondos que consulté fueron después transportados al Archivo General de la Nación, donde ahora son más fáciles de usar. Aunque todavía guardo gratos recuerdos de mis días en el inframundo, en septiembre de 1995 yo no era el único que se quería ir de ahí. En uno de mis últimos viajes a San Mateo Xalpa, el pesero tuvo que desviarse de su ruta habitual porque había ocurrido una fuga del reclusorio. Cuatro presos se escaparon y dos murieron en el tiroteo con los policías que los vieron salir mientras se tomaban un refresco en la miscelánea frente al reclusorio. No me preocupé mucho ese día porque calculaba que el último lugar al que un fugitivo iba a querer esconderse era en ese sótano. El año anterior, once presos habían escapado del mismo penal, el más famoso de ellos un secuestrador llamado Andrés Caletri. Usaron escaleras para descender de la barda del reclusorio. Cuando a Caletri lo capturaron nuevamente, tres años después, les dijo a los periodistas: “Nos vemos en el infierno”.
Recomendaciones para usar los archivos
- Cruzar la calle por el lado de la avenida donde no doblan los carros.
- Insistir, sin muchas ilusiones pero con un poco de fe, en que uno quiere ver esos papeles viejos.
- No dejar que el archivo dicte las preguntas que uno le va a hacer a las fuentes.
- No contar por contar, o solo por cuantificar las fuentes.
- Conocer la legislación o normativa relevante para entender la producción y el uso del documento que uno va a leer.
- Tomar notas y citar cada fuente de manera que, años después, uno pueda regresar a esas notas y si es necesario también volver a la fuente.
- Citar a partir de esas notas para que algún lector en el futuro también pueda regresar a esas fuentes y contradecir lo que uno dice.
Recomendación para leer
Arlette Farge, una historiadora más que respetable y que no pretende venir de Hogwarts, escribió La atracción del archivo (Valencia, 1991), traducción del original en francés de 1989. El libro describe la experiencia de usar los archivos judiciales en París, pero también contiene instrucciones más perentorias que las anteriores para el uso histórico de esos documentos.

