Pertenezco a la última generación que llevó una estrella de plástico en el pecho, sombrero vaquero, cartucheras de goma y dos pistolas de estaño. La última en soñar con recorrer los pueblos en defensa de los más necesitados, un antifaz en el rostro, montado en mi caballo blanco, indescifrable y sentimental. Mi madre puede dar fe de todo esto cada vez que mi esposa le pide que le muestre las fotografías familiares. Ahí estoy yo, el pistolero más rápido del oeste, junto a un desangelado árbol Naviplastic en una fotografía oscura, tomada con un flash de cubo desechable.
Pero llegó el año de 1987, los vaqueros ya eran algo tan pasado de moda como un estegosaurio. Si tuviera que definir aquel verano, tendría que utilizar una sola palabra: ninjas. Yo había dejado atrás mis ínfulas de vaquero y mi mayor tesoro era un muñeco vestido de negro y con el rostro encapuchado que llevaba a todas partes como una obsesión. En la sección de juguetes de los supermercados, las cartucheras de goma y los revólveres de estaño fueron sustituidos por sables de plástico Made in China y shuriken, las armas arrojadizas de los ninjas con las que, aún siendo réplicas de plástico, podías sacarle un ojo a otro niño, como decían los padres que había ocurrido en “alguna parte”.
Aquél año me sentía capaz de grandes proezas, como dar volteretas en el aire hacia atrás, desaparecer en medio de una nube de humo, escalar muros y saltar por los techos, detener la trayectoria de una flecha envenenada con el índice y el pulgar de la mano izquierda, a escasos centímetros de mi rostro, sin inmutarme siquiera, guiado por el sonido del acero al rasgar el aire. Pero fue por culpa de los ninjas que descubrí que mi abuelo no lo sabía todo, como lo había creído hasta entonces.
A mi abuelo todo el mundo lo llamaba el profesor. Mi padre lo llamaba el profesor. Su hija, mi madre, lo llamaba el profesor. Yo le llamaba el profesor e incluso su esposa, mi abuela, lo llamaba el profesor. Y aunque mis padres eran flexibles, cada vez que mis calificaciones en matemáticas o ciencias naturales, descendían a niveles por debajo de lo aceptable, mi madre se veía obligada a proferir mi sentencia condenatoria:
—Vas a pasar las vacaciones con el profesor.
Lo que significaba que durante las próximas semanas yo tendría que vivir en una rutina que consistía en levantarme antes del amanecer y repasar en ayunas las lecciones de matemáticas, física o química, dependiendo del caso más urgente en mi boleta de calificaciones. La mente del profesor era un compendio de la instrucción básica durante una época heroica que ya había dejado de existir. A mí me parecía un hombre del Renacimiento. Cada mañana, las tripas se me retorcían y me torturaban, pero el profesor insistía en que era mejor aprender en ayunas debido a que la sangre usada en la digestión era mejor emplearla en el cerebro. Y si había una lección que yo no pudiera aprender, me daba un suave coscorrón en la cabeza, más humillante que doloroso, y me decía:
—¡Calabaza! —algo que debió ser ofensivo por allá de 1910.
Después venía un desayuno jacobino que consistía en pan, leche, fruta, y una caminata de varios kilómetros para hacer la digestión —como decía él— por las calles del centro, para diferentes tareas y mandados que mi abuelo se autoinflingía desde que se había jubilado. Como ya se estaba quedando ciego, yo era también su lazarillo, y tenía que avisarle de los desperfectos de las aceras, que eran muchos.
Después había que regresar a casa para el almuerzo, donde seguíamos con quebrados o geometría. Más tarde tenía que leerle el periódico, sintonizar el noticiero de la radio, y cuando él tenía una duda respecto de una palabra que venía a su mente, me pedía que fuera a su habitación por el diccionario de la Academia, una edición de los años cincuenta empastada en cuero de cerdo. Aquel diccionario era el mayor lujo que había tenido a parte de su reloj suizo que se cargaba a pulso y un tomo de los diálogos de Platón, también encuadernado en cuero. Todos habían sido en su momento regalos de sus alumnos. En su armario había tres trajes que combinaba durante la semana en sus días de maestro. Algo imperdonable, me decía, pues Maximilien François Marie Isidore de Robespierre sólo tenía dos. Junto a la cama había un par de zapatos marrones viejos y resplandecientes, de suela de baqueta, brillantes como la piel de un elefante que hubiera sido tocado por la palma de Buda, y cada tanto les cambiaba las plantillas recortándolas de las cajas de cereal.
Si bien la pensión como maestro del estado del abuelo no era mucho dinero, no es que fuera avaro, es que se negaba a gastar en sí mismo. Pero cada vez que lo visitaba me daba algo de dinero.
—Siempre hay que tener unos centavos en el bolsillo —me decía.
Mi abuelo era tan viejo que tenía ya 41 años cuando los aliados desembarcaron en Omaha Beach con las primeras tabletas de la recién sintetizada penicilina. Se acordaba perfectamente de la epidemia de gripe española, tenía 15 años entonces y había vivido hasta la mediana edad con la certeza de que un simple resfriado podía matarle. Para ser más exactos, a pesar de la invención de la penicilina vivía con el temor de que un simple resfriado no solo podía matarlo a él sino matar a todo el mundo a su alrededor como lo había visto en 1919 (y así ocurrió). En casa del abuelo estaba prohibido tomar agua con hielos o agua fría del refrigerador como lo hacía todo el mundo, y mucho menos después de estar en la calle, bajo los 35 grados de temperatura promedio en primavera. Era algo que simplemente podía matarte. Tampoco convenía en invierno quitarse de inmediato el abrigo al llegar a casa y acercarse al calefactor. El abuelo le tenía pánico a los cambios bruscos de temperatura y a cualquier corriente de aire. Por eso, cuando se bañaba, incluso en pleno verano, con temperaturas por arriba de los 35 grados, calentaba antes el baño con un viejo calefactor eléctrico portátil y se encerraba a cal y canto, con una gruesa toalla cubriendo el resquicio inferior de la doble puerta de madera con cristal esmerilado.
Mi abuela, también maestra jubilada de biología, se burlaba de él, tal vez porque era treinta años más joven.
—Para qué te cuidas tanto, ya se inventó la penicilina.
Era aún más cuidadoso una vez a la semana, cuando le tocaba afeitarse. Era cuando podía pasar horas encerrado en el baño debido a su cada vez más marcada ceguera y a su colección de rastrillos desechables que guardaba en una taza de café y que habrían hecho llorar a un judio ortodoxo, todos ellos mellados, con los que —casi podía verlo, al otro lado del cristal esmerilado— se rasuraba una barba áspera y plateada como el acero y además persistente por entre los pliegues del rostro. Aquellos rastrillos desechables no le eran de gran ayuda, y tampoco sus ojos, pues tenía que pasarse las yemas de los dedos por los pliegues de la piel. Al cabo de dos horas, el abuelo salía con el rostro reluciente, envuelto en una nube de vapor, y vestido con sus sempiternos pantalones marrones de casimir, sandalias de baño, una camiseta de tirantes percudida y sus lentes de fondo de botella que cada vez le servían menos. Un hermoso cabello blanco que se hacía cortar una vez al mes y que se fijaba a su cráneo de una manera que me parecía admirable. El abuelo era tan republicano que no usaba crema para afeitarse sino una barra de jabón. Los rastrillos eran una colección variopinta de diferentes colores y marcas, azules y amarillos, Bic y las nuevas marcas chinas que comenzaban a inundar el mercado.
El sueño de mi abuelo había sido tener una rasuradora eléctrica de la marca Remington —cuando era una buena marca— y poco antes de morir, cuando ya no podía levantarse de la cama, mi tío le compró una máquina china en un puesto de fayuca. Yo era un adolescente y no tenía un clavo. Habíamos ido a los puestos de fayuca del centro para comprarle la máquina. Mi tío escogió una marca china y sentí algo parecido a una indignación que se terminó antes de nacer.
—¿No crees que el profesor merece una buena marca? —le dije.
Habría sido su tercer tesoro, junto con el diccionario y el reloj suizo.
—No tiene caso gastar —me dijo mi tío—, ¿cuánto tiempo crees que la va a usar?
En casa del abuelo nada se tiraba y se entiende, pues después de la gripe española vino la crisis de 1929. Todo se reciclaba y tenía una utilidad después, minuciosamente organizado en cajones. Los frascos de café soluble, de mantequilla de cacahuate, las bolsas de pan Bimbo y los alambres recubiertos de plástico. Un orden meticuloso que exasperaba a mi abuela. Con las cajas de medicina me enseñaba a sacar el volumen, y una vez desarmadas y recortadas la parte interior servía para escribir notas que yo debía llevar en el bolsillo. Mis bolsillos estaban llenos de esas notas con fórmulas matemáticas, de física o geometría, escritas con la hermosa letra Palmer de mi abuelo, cada vez más débil e ilegible conforme pasaban los años. Daba ternura encontrarme con esas notas en los bolsillos, contemplar la letra entrañable de mi abuelo podía llegar a sacarme una lágrima, lo que no me impedía perderlas y pasar a duras penas los exámenes.
La agenda de la abuela era el papel tapiz cayéndose a pedazos en la pared, junto al teléfono. Ahí había toda clase de números escritos apresuradamente, sin nombre, que ya nadie sabía a quién pertenecían realmente. Incluso había números con cinco dígitos de la época en que… ¡los números tenían cinco dígitos! Algo que me parecía tan lejano como los frescos de Altamira. Mi abuelo no necesitaba agenda porque, en sus largas tardes de ocio después de la jubilación, había decidido ejercitar la memoria aprendiendo toda clase de números. También había decidido aprender a tocar el piano en una pianola adaptada —que había sido de un primo suyo, legendario intérprete de jazz, muerto de una sobredosis de heroína, según la leyenda familiar—, a mecanografiar en una Lettera portatil, pacientemente, y caminar no recuerdo cuántos pasos al día. Podía recordar el número de docenas de amigos y conocidos suyos sin ningún esfuerzo, y a mí eso me resultaba más sorprendente que la habilidad de aquellos perros que veías en el parque, en compañía de su entrenador, que podían resolver operaciones aritméticas valiéndose de tarjetones con números. La técnica del abuelo consistía en asociar los números con fechas históricas, cuadrados, raíces cuadradas, comunes denominadores, etcétera. Para constatarlo, cada tanto me pedía que marcara en el aparato un número salido de su portentosa cabeza.
—Marque el 15 83 24 —me decía— y pregunte por el profesor Martínez Arrambide.
Yo marcaba el número sólo para enterarnos de que el profesor Martínez Arrambide había fallecido hacía unos tres años, intentaba recordar del otro lado de la línea la hija del mismo.
—Mi más sentido pésame —decía, yo.
Y conforme iban pasando los años, aquellos amigos y conocidos del abuelo fueron desapareciendo, tan sólo quedaban de ellos los números telefónicos en su memoria, como fijados en nitrato de plata.
Era cuando mi abuelo se sumía en un estoico y sombrío silencio, para luego quedarse dormido sobre el sillón, con el mentón recargado sobre el pecho.
—Profesor, ¿está bien? —le preguntaba, porque tenía miedo de que se me muriera ahí mismo, a mí, que no estaba y sigo sin estar preparado para la idea de la muerte.
—Estoy meditando —decía.
Y cada vez que el abuelo meditaba, a mi abuela le encantaba desmentirlo:
—No es cierto, estás dormido.
Fue en una de estas meditaciones cuando descubrí que mi abuelo no lo sabía todo, un acontecimiento que significó un antes y un después en mi vida. Fue algo que sacudió mi hasta entonces pequeño mundo infantil lleno de certezas, en donde no importaba cuántas veces sumaras dos más dos, siempre, hasta el infinito, el resultado sería cuatro. Si mi abuelo no lo sabía todo significaba entonces que vivíamos en un mundo nuevo y salvaje, lleno de incertidumbres y vacío. O tal vez exagero.
Como ya dije, aquél verano de 1987 todos los niños queríamos ser expertos en el ninjutsu. Yo acechaba en la oscuridad, con mi katana de plástico en la espalda, convertido en un terrible asesino ninja, mimetizado con el entorno, experto en el arte de la simulación. Tenía diez años y atravesaba toda clase de pasadizos secretos, burlando a los guardias del castillo, en busca del Daimyo para asesinarlo. Hacía ya días que mi abuelo me había visto jugar con ese muñeco vestido de negro con todo y capucha, pero fue entonces cuando me pregunto:
—¿Qué es eso?
—Es un ninja, profesor.
—¿Un ninja?
—Sí, ¿no sabe qué es un ninja?
Mi abuelo buscó y buscó en esa mente portentosa suya. Tenía una grande y hermosa cabeza, la cabeza de un sabio, ligeramente despeinada, como las de los sabios en las películas. Buscó entre toda clase de fechas y hechos históricos, desde la fundación de la ciudad de Ur hasta la Crisis de los Misiles, en la geometría euclidiana, en la tabla periódica, en la física newtoniana, en cada página del libro de Baldor, que conocía de memoria, en la gramática de Andres Bello, que también conocía de memoria, en el diccionario de la Real Academia, y entre toda clase de conocimientos que yo ni por asomo voy a adquirir. Y después de un minuto, o unos segundos que parecieron una eternidad, no le quedó más remedio que balbucearme:
—No, no sé qué es eso —y volvió a sus meditaciones, como Marco Aurelio.
Me hubiera gustado que me contara que la primer referencia al ninjutsu está en El arte de la guerra de Sun Tzu, capítulo trece, o que este arte se había perfeccionado durante las guerras feudales en Japón, gracias a los clanes y las familias que pasaban sus conocimientos de manera secreta, de padre a hijo. Qué sé yo, cualquier cosa, pero así fue como me di cuenta de que mi abuelo no lo sabía todo. Cuando murió, y con él todos esos números de teléfono que guardaba en los pliegues de su corteza cerebral, mi tío Daniel se quedó con el reloj suizo. A mí me dieron la máquina de afeitar china, que a los tantos meses se descompuso. Pese a mis ruegos, mi abuela se quedó con el Platón y diccionario empastado en cuero, los cuales yacen impolutos en su vitrina, sin abrir. Aunque ya nadie usa diccionarios, y finalmente, los ninjas se esfumaron dentro de una gran nube de humo en la cultura popular.
Aunque los hay quienes digan que los ninjas nunca pasarán de moda.
—
Daniel Espartaco. Chihuahua, 1977. Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.

